lunes, 4 de octubre de 2010

"LA CUNA DEL CUERPO". BENJAMIN VICUÑA MACKENNA

El ínclito y glorioso Cuerpo de Bomberos de Santiago, no nació de un incendio. Nació de una hoguera, de una hecatombe humana, la mayor del mundo moderno, producida por el fuego. Fue su cuna un templo fatídico en que perecieron dos mil doscientas almas inocentes, y la cotona roja que hasta hoy visten en Santiago los soldados del fuego, no es sino un  reflejo de las llamas que un día nefasto sembraron de luto todos los campos y todas las ciudades de la República.

Cuarenta y ocho horas después de ocurrida la espantosa catástrofe de la Compañía de Jesús, en la tarde del memorable 8 de diciembre de 1863, un joven animoso y entusiasta que había conocido en California los milagros de las asociaciones contra el fuego y contra el crimen, hizo en efecto un llamamiento a la generosa juventud, y ese grito fue escuchado de una manera que en aquellos días de pavor y de tímido egoísmo causó vivo asombro. El nombre del iniciador era José Luis Claro, y su apelación a las armas, copiada de los diarios de la época, decía así, sencillamente:
“Al público: Se cita a los jóvenes que deseen llevar a cabo la idea del establecimiento de una compañía de bomberos, para el día 14 del presente, a la una de la tarde, al escritorio del que suscribe. José Luis Claro”

La chispa viva y ardida todavía, había partido del centro de los horribles y humeantes escombros del templo, en los momentos en que centenares de carretones de la policía o alquilados en el comercio “a tanto el bulto”, extraían los cadáveres carbonizados y horriblemente irreconocibles de millares de madres, de hermanas, de esposas amadas, de tiernas hijas, de inocentes vírgenes mutiladas, y por esto, aquel primer toque de llamada, unido a las lágrimas que por doquiera corrían, formó en los conmovidos corazones el cimiento de la más noble institución de la República, el ejército de los que salvan y mueren risueños salvando a los demás... ¡Sublime y bien cumplida misión!

Pocos eran, entretanto, los que creían que la simple convocatoria de un hombre de buena voluntad fuese oída. Menos los que esperaban fuese seguida. Y con tal propósito, el diario más importante de la capital en aquella época, al día siguiente de la cita hecha por un aviso personal en sus columnas, se limitaba a decir y casi a presagiar tristemente lo que estas palabras dadas a la luz el doce de diciembre por  “El Ferrocarril”  entonces significaban: “Las terribles lecciones dadas por dolorosas experiencias y  angustiosos casos, ¿serán el poderoso móvil que arrancará de la inacción y la indiferencia a los hombres de la capital que pueden concurrir a formar las filas del proyectado Cuerpo de Bomberos? ¡Se verá!”. Ese “¡se verá!” no podía ser más glacial ni más incrédulo. Pero ya se ha visto en la prueba incesante de veinte años, porque la única asociación de hombres que ha enterrado en el dintel de su puerta y echado al fogón de sus máquinas su egoísmo, esta negación de la divinidad del hombre, son los cuerpos de bomberos de la República desde Tacna a Osorno, desde Valparaíso, promotor ilustre, a San Felipe, último vástago de su potente savia.

El lector de estos recuerdos se habrá fijado probablemente en que el aviso de la cita primitiva, hablaba de la formación de una Compañía de Bomberos. Las esperanzas y los esfuerzos no iban ni podían ir entonces más allá. Santiago era una ciudad soñolienta y no se había acostumbrado todavía a escuchar el bronce de la medianoche que llama a los hijos de las llamas a las llamas. Apenas si pasadas las oraciones, las gentes, después de persignarse deteniéndose en la acera, escuchaban, a la luz de los faroles de parafina o de sebo, el toque lúgubre y acompasado de las ánimas benditas que los campanarios todavía tocan a las ocho de la noche. Pero contra los que temían o no esperaban, y aun contra los que no ambicionaban poseer para la ciudad sino “una Compañía de Bomberos” (una sola decía el aviso de la cita), reuniéronse puntualmente en el salón de la antigua Filarmónica, que era entonces un Casino, doscientos ciudadanos y se inscribieron los primeros en el rol. Nombróse allí mismo un directorio provisional de entre los presentes, y tuvieron señalada honra de ser elegidos para este puesto de iniciativa y de ardua organización: Don José Luis Claro, Don José Besa, Don Angel Custodio Gallo y Don Enrique Meiggs.

Preciso es advertir aquí, como un acto de justicia póstuma, que el iniciador Don José Luis Claro, había tenido en las primeras horas de su generosa propaganda, dos auxiliares poderosos. El uno había sido un ilustre americano del Norte, Don Enrique Meiggs, quién arrojándose en medio del atroz  e implacable incendio, rifó varias veces en la nefasta tarde del 8 de diciembre su vida en el salvamento personal de las víctimas de la Compañía. El que esto escribe y recuerda, vio al valiente anciano en aquel lúgubre crepúsculo, cubierto de cálido sudor y destilando todas sus ropas el agua que el mismo arrojara en vano a la voraz hoguera, y al preguntarle con angustia cuantos habían ya perecido, exclamó: “¡Thousands!” (miles). Y esa era la horrible verdad de aquella hora horrible. Y, ¿quién fue el otro de los nobilísimos y ya olvidados cooperadores de la iniciativa?. Un modesto pero digno querido y simpático joven chileno, a quién ingrata y prematura tumba se tragó en sus antros cuando todo en torno suyo acababa de sonreírle en esperanzas: Wenceslao Vidal, antiguo oficial del Segundo de Línea, y que si hubiera seguido en las filas y bajo las banderas de su cuerpo, sería hoy un brillante Coronel de nuestro ejército, había tomado a su cargo por esos días el Casino, y gracias a su buena voluntad en esa ocasión, como en todos los difíciles lances de la organización del Cuerpo de Bomberos, prestó su casa, su brazo y su alma para formar la cohesión de todos los ánimos en una sola mira: la salvación de la ciudad.

A la primera reunión del 14 de Diciembre de 1863 concurrieron , en consecuencia, muchos hombres de corazón, algunos de los cuales han desaparecido ya de la vorágine de la vida, mientras otros luchan todavía en la vorágine: Wenceslao Vidal, Francisco Javier Ovalle Olivares, Roberto Souper, Ramón Abasolo, Emilio Bello, José Toribio Lira, Francisco Somarriva, Tito de la Fuente, para no nombrar sino  a los muertos ya olvidados, entre otros que probablemente no serán olvidados.

Y, ¡resultado tan admirable como no esperado!. En aquella primera reunión, sin trámites, sin papeles, sin consultas, sin asesores, sin abogados y sin capítulos, quedaron nombradas dos Compañías en lugar de una sola, es decir, quedó nombrado el Cuerpo de Bomberos de Santiago. Esas Compañías fueron la Guardia de Propiedad, que eligió más tarde por Director a don Angel Custodio Gallo, uno de los más entusiastas organizadores del cuerpo bajo la planta veterana del de Valparaíso, que él conocía, y la Compañía de Bomberos propiamente tal que se llamó entonces “del Poniente”, y después simplemente, y en número, “la Tercera” Designó ésta, para su jefe, al que había echo oír el primer toque de llamada a los valientes dispuestos a lidiar contra el más terrible enemigo del hombre, contra el fuego, hijo del rayo.

Entre los primeros soldados de aquel grupo contáronse voluntarios de todas las posiciones y procedencias, especialmente de la juventud, que ama el peligro y rinde culto, sin doblez, a todos los deberes. Pasaron de esta suerte la primera lista Alejandro Vidal, Adolfo Ortúzar, Antonio del Pedregal,, Ángel Custodio Gallo,, Domingo Toro Herrera, José Luis Larraín,  Buenaventura Cádiz, Carlos Walker Martínez, Washington Lastarria, Francisco Gandarillas, Ezequiel Silva, Alberto Mackenna, Eduardo Brickles, Juan Esteban Ortúzar, y cien más. Eran 126 en el grupo. Todos “terceranos”, como hoy se dice en el ejército, y venían al campamento de la fraternidad, de todos los campamentos políticos de la ciudad y de las discordias no apagadas todavía: el fuego es un terrible nivelador.

Los primeros fundadores de la Guardia de Propiedad fueron, a su turno, 28. Entre ellos se contaba a Manuel Antonio Matta, J. H. Alamos, J. N. Espejo, A. Lurquín, P. Marcoleta, R. Vial, Damían Miquel y 44 auxiliares, cuyo tipo fue el cargador Juan Díaz, que llegó a echarse catorce arrobas al hombro, y cuyo retrato “Taita Juan”, conserva en su sala de sesiones como un timbre de honor, la invicta y fundadora “Tercera”, que es la “Guardia Vieja” de los combatientes del fuego.

La centella sagrada del deber había, en efecto, tomado vuelo con rapidez verdaderamente vertiginosa, y el lunes 21 de diciembre de 1863, esto es, trece días después del Incendio de la Compañía, el Cuerpo de Bomberos quedaba definitivamente constituido y agrupado en tres compañías que no tenían número de orden, sino el del barrio que iban a servir. Sus jefes y oficiales fueron nombrados fraternalmente, sin que se falsificase una sola acta, ni siquiera un solo voto, y resultaron designados, a titulo provisional para 1864, los directores y Capitanes que en seguida, para larga y honrosa memoria apuntamos: Bomba del Poniente (Hoy Tercera) Director Enrique Meiggs, Capitán José Luis Claro; Bomba del Oriente (Hoy primera)  Director José Besa, Capitán Wenceslao Vidal y Guardia de Propiedad Director Manuel Antonio Matta, Capitán Alejandro Lurquín. En ese mismo día, que es el verdadero aniversario normal del nacimiento y existencia del Cuerpo de Bomberos de Santiago, nombróse también el primer Directorio, el cual quedó constituido de la manera siguiente: Superintendente, José Tomás Urmeneta;  Vicesuperintendente, José Besa; Comandante, Angel Custodio Gallo;  Segundo Comandante, A.P. Prieto; Tesorero, J.T. Smith; Secretario, Máximo Argüelles; Directores Manuel Antonio Matta y Enrique Meiggs.

Tres días después, es decir, el 24 de diciembre, la Compañía Poniente, presidida por su Capitán, se reunía en la sala filarmónica  para ejecutar su primer ejercicio doctrinal, y adoptaba por unanimidad de votos para constituirse definitivamente, los estatutos de la aguerrida Tercera Compañía de Bomberos de Valparaíso. Y fue por este motivo que desde entonces la bomba Poniente comenzó a denominarse “tercera”, como un homenaje fraternal, que después se confirmó en la distribución numérica del cuerpo. La Tercera Compañía vino de esta manera al mundo en la Nochebuena de 1863.

Por fin, el domingo 11 de enero de 1864 el Cuerpo de Bomberos presentóse de gran parada en la Plaza de Armas de Santiago a hacer su primer ejercicio general, en medio de los aplausos de inmensa muchedumbre convocada que asistía con embeleso a espectáculo tan nuevo, tan animado y tan “vistoso”. “Todo revela”, decía con este motivo un diario de la capital al día siguiente del primer ejercicio general, “todo revela que hay un verdadero entusiasmo y decisión en los jóvenes que componen las Compañías del Cuerpo de Bomberos; y a juzgar por lo que se ve, no hay duda de que dentro de poco tiempo tendrá Santiago sus compañías de bomberos tan útiles y bien organizadas como Valparaíso”. Y, en efecto, a consecuencia del éxito tan aprisa alcanzado, y a fin de soltar las alas del entusiasmo, desatando hasta sus últimas amarras, un decreto superior expedido el 20 de enero de 1864, vigésimo quinto aniversario de la batalla de Yungay, declaraba exentos del servicio de las armas en la Guardia Nacional a los bomberos de la capital hasta el número de ¡800!. La Compañía única a que tímidamente había dado cita el Capitán Claro el 10 de diciembre de 1863, se había convertido en el espacio de cuarenta días en un verdadero ejército.

Organizada así la hueste de combatientes, faltábale mostrarse en el campo de batalla tan lucida como en la parada de lujo de la Plaza de Armas, y esto no tardó sino días en verificarse después de uno o dos amagos felizmente extinguidos los cuales ocurrieron en la calle del Carmen y en la de las Monjitas.
        
En la noche del 8 de junio de 1864, mientras caía el agua a torrentes, comenzó a incendiarse el monasterio de las Monjas Agustinas de Santiago, santuario vedado durante tres siglos que contaba de existencia a los profanos. Pero los bomberos, puntuales a la primera cita de honor, arrimaron sus escaleras a los tejados y asaltaron el foco del incendio, yendo la Tercera Compañía “de frente” y las demás, que ya se llamaban del Centro y del Oriente, por sus flancos. El combate fue rudo, y la Tercera, probada contra el fuego y contra el agua, sacó en las heridas de algunos de sus miembros los testimonios de su denuedo. El Director Meiggs salió contuso en una mano y los voluntarios Vital Martínez y Adolfo Castro Cienfuegos heridos, el último de alguna gravedad.

Es digno de ser conmemorado íntegramente el primer boletín de prensa de aquel bautizo de fuego del Cuerpo de Bomberos de Santiago como lo sería el salvamento de la casa del ex Presidente Bulnes, por la Tercera, en la tarde misma de la llegada de su primera bomba de palanca (Septiembre, 4 de 1864),  y la salvación de la ciudad entera en el terrible cataclismo del Cuartel de Artillería, ocurrido dieciséis años más tarde, pero no cabiendo en tan estrecho marco como en el de este homenaje de aniversario hechos de tan señalado heroísmo, reproducimos sólo de la prensa libre, la relación de la primera batalla ganada por el ejército de las cotonas rojas, que un diario de Santiago contó de la siguiente manera:
“Antenoche (8 de junio de 1864) a las ocho y cuarto, se declaró un incendio alarmante en el monasterio de las Agustinas, en el costado que da a la calle Ahumada. El fuego dio principió por la pieza habitada por una modista que en ese momento se encontraba sola. Bien pronto las llamas salieron por una ventana y toda la ciudad se puso en alarma. Los bomberos salieron inmediatamente. La Compañía Primera y Segunda desplegaron una actividad extraordinaria para dar agua,  a pesar de la mucha precipitación con que habían acudido. La tercera atacó de frente al voraz enemigo con un arrojo que le hace honor y, merced a estos esfuerzos combinados, dos horas después el fuego que amenazaba toda la manzana se hallaba enteramente cortado. Las Compañías francesa y la de hacha y escaleras se portaron al mismo tiempo con un arrojo denodado. Los estragos sólo se extendieron a las dos piezas contiguas a las que ocupaba un pintor, cuyo establecimiento no sabemos aún las averías que haya sufrido, como es muy natural. La noche favoreció también los esfuerzos de nuestros bomberos, pues caía desde media hora antes, una lluvia tan abundante, que inundaba completamente nuestras calles, convirtiéndolas poco menos que en ríos. Es el temporal que continúa con tanta o más fuerza que al principio, y que esta vez ha servido de poderoso auxiliar para extinguir las llamas de un incendio que amenazaba ser considerable. Las pérdidas no son de consideración, merced a la oportunidad con que acudieron nuestros bomberos y a su enérgico esfuerzo. Hubo algunas desgracias. Los que las experimentaron son don Enrique Meiggs, Director de la Tercera Compañía, que salió herido en una mano, y el sargento de la primera sección de la misma Compañía, don Adolfo Castro Cienfuegos, que se encuentra gravemente enfermo de una herida que recibió en la cabeza por la caída de una teja. También, uno de los bomberos de la Tercera, don Vital Martínez, quedó gravemente maltratado a consecuencia de haberse hundido el techo de una de las habitaciones incendiadas, arrastrándole y envolviéndole entre sus escombros.” 

El cien veces gloriosos y justamente glorificado Cuerpo de Bomberos de Santiago, recibía así su bautismo de sangre, y la Tercera compañía había conquistado, sin ninguna rivalidad ni torpe emulación, el puesto de vanguardia que en la hora del combate se ha esforzado siempre en mantener entre sus nobles y valerosas compañeras que más de una vez la han aplaudido en el trabajo, en la lucha y en la muerte. Germán Tenderini y Adolfo Ossa, dos héroes muertos, eran soldados de esa bandera, y sus efigies se hallan por esto conservadas en el muro con un grato y fraternal respeto.
A virtud de todo esto, y desde entonces (han transcurrido ya veinte años, que hoy se cumplen) la Tercera Compañía de Bomberos de Santiago ha sido siempre en el ejercito sin paga y sin pólvora, sin yatagán y sin sangre, de los generosos, sublimes y abnegados salvadores del hogar y de la vida, el “Buin 1° de Línea” en la nómina de sus heroicos combatientes.

                                                        BENJAMÍN VICUÑA MACKENNA
Santiago, diciembre 23 de 1883.

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